podían abrirse, los pasajeros les contestaron por señas. Una señora
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enrolló un periódico y lo alzó cuanto pudo en su mano derecha, como si de una antorcha se tratase. Todos adivinaron su mensaje. Aquella señora trataba de imi¬tar la postura de la estatua de la Libertad, luego estaba claro que se dirigían a Nueva York.
—¡Buen viaje! —continuó gritando Lolo—. ¡Noso¬tros vamos a Valencia a ver al padre de Inés y Gaspa- rín, que trabaja allí, en una fábrica muy grande, y vive en una casa cerca del mar!
Al cabo de unos minutos, Inés miró un instante por el espejo retrovisor, tragó saliva un par de veces, y con la voz un poco entrecortada por la emoción, dijo a los demás:
—Estamos llegando a Valencia.
Realizando una prodigiosa maniobra, descendie¬ron en picado a velocidad de vértigo. Inés demostró que era una excelente piloto de coches abandonados. Con gran pericia, sorteó la torre de una iglesia, una fuente de gran tamaño y la escultura de un señor su¬bido en un pedestal. Se detuvo en una plaza amplia con mucho tráfico y, a pesar de que se arrimó al máximo a la acera de la derecha, los conductores de otros vehículos comenzaron a hacer sonar sus boci-
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ñas en señal de protesta, ya que estaban obstruyendo el paso.
—¿Qué hacemos ahora, hermanita? —preguntó Gasparín.
—No lo sé —le respondió Inés—. Es la primera vez en mi vida que vengo a Valencia. Pregunta a al¬guien por la casa de papá.
Gasparín asomó la cabeza por la ventanilla del coche abandonado y se dirigió a un señor que pasaba en esos momentos por la acera:
—¿Dónde está la casa de papá?
—¿Y cómo es esa casa? —preguntó entrada de datos el señor, un poco sorprendido.
Inés también sacó la cabeza por la ventanilla.
—Es una casa con balcones que está cerca del mar —le dijo.
El señor se rascó una oreja antes de responder con una nueva pregunta:
—¿Y en los balcones hay muchas macetas llenas de flores?
—¡Sí, ésa es! —exclamó Inés.
—Pues no tenéis pérdida —añadió aquel señor—. Primero tomad esa calle y seguidla hasta el final. Es una calle muy larga. Luego, giráis a la derecha y tam-
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bién llegáis hasta el final. Y otra vez a la derecha, y luego a la izquierda, y de nuevo a la derecha, y, al lle¬gar al tercer semáforo, torcéis a la izquierda...
—¿Y después? —se impacientó Lolo.
—Y después comenzaréis a oler el mar, y más ade¬lante comenzaréis a oírlo, y un poco más adelante todavía lo tendréis ante vuestras narices. Y allí está la casa con balcones llenos de flores.
—Muchas gracias, señor.
—De nada.
Inés apretó el pedal del acelerador y el coche par¬tió a toda velocidad. Siguieron al pie de la letra las indicaciones que les dio aquel señor y no tuvieron nin¬guna dificultad para llegar hasta el mar.
—¡Ahí está! —gritaron los tres a la vez.
Luego, avanzaron lentamente por una especie de paseo marítimo y enseguida descubrieron una casa de varios pisos llena de balcones rebosantes de flores. Se detuvieron frente a ella. Inés y Gasparín cruzaron una mirada cómplice. En sus rostros se adivinaba una gran emoción.
—¿Vamos a casa de papá? —preguntó entonces Gasparín.
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—Se nos haría muy tarde y mamá nos regañaría —respondió Inés.
Lolo negó un par de veces con la cabeza.
—¡No lo entiendo! —exclamó—. Si no pensabas ver a tu padre, no entiendo por qué hemos venido a Valencia en vez de viajar a las profundidades del mar, o al espacio sideral. Lo habríamos pasado mucho mejor en...
—¡Yo no he dicho que no pensase ver a mi padre! —le cortó Inés, visiblemente enfadada con su amigo, que parecía no perdonarle que hubiese elegido preci¬samente Valencia como destino de su viaje.
—¿Y entonces...? —se encogió de hombros Lolo.
—El me ha contado en sus cartas que todas las tar¬des, cuando regresa a casa después del trabajo, da un paseo muy largo por la orilla del mar.
Pero Inés no quiso dar más explicaciones. Se aferró al volante del coche abandonado y lo hizo circular muy despacio para, de esta manera, poder mirar a su alrede¬dor sin peligro. Mucha gente paseaba a aquella hora jun¬to al mar; hacía un día soleado y sin duda el paseo tenía que resultar muy agradable, escuchando el constante rumor de las olas, sintiendo en el rostro la brisa marina...
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—¡Ahí está papá! —gritó de repente Inés.
—¡Sí, es él! —gritó también Gasparín.
—Pero no va solo —continuó Inés—. Esa mujer que lo acompaña se llama Susana. Me ha hablado de ella en alguna de sus cartas.
—¿Y quién es? —quiso saber Gasparín.
—Una amiga suya. Nosotros la conoceremos cuando vengamos en el verano. Ahora voy a acercar¬me con cuidado un poco más, quiero ver si Susana es guapa.
Lolo también miraba con curiosidad y, al pasar junto a la pareja, no pudo contenerse.
—¡Es muy guapa! —exclamó.
—Sí, no está mal —reconoció Inés.
—¡Es más guapa mamá! —intervino Gasparín, de modo terminante.
Se les estaba haciendo tarde de verdad. No debían entretenerse más tiempo en Valencia, sobre todo des¬pués de que Inés y Gasparín ya hubiesen conseguido su objetivo: ver la casa con balcones junto al mar de su padre, e incluso verlo a él paseando por la orilla.
—¡Agarraos con fuerza! —gritó Inés—. ¡Regresa¬remos a toda velocidad!
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—Pero ten cuidado, no vayas a calentar demasia¬do los motores —le advirtió Lolo.
—Descuida, no quito ojo al reloj de la temperatu¬ra. Todo está bajo control. ¡Allá vamos!
El coche se elevó sobre el paseo y luego, a gran velocidad, dio un giro sobre la costa. Su estela produjo una ola tan grande que mojó a todas las personas que paseaban tranquilamente por la playa.
—¡Tu padre y Susana no se han librado del remo¬jón! —rió Lolo con ganas.
Y la risa de Lolo contagió a Inés y a Gasparín. Y los tres se reían tanto que el coche daba saltos, como si le hubiesen colocado un muelle debajo.
Desde el otro lado de la calle, don Catalino y doña Raimunda, que habían terminado de sacar brillo a su automóvil, observaban